Durante estos últimos meses, el Banco Central ha sido cuestionado por las propuestas de varios aspirantes a la presidencia. En la vorágine del debate público, las discusiones acerca de las funciones que el Central debe desempeñar han quedado en boca de todos. Se ha cuestionado su utilidad para contribuir al crecimiento y al desarrollo económico, así como su capacidad para erradicar la inflación.
En el medio del acalorado debate, se asoman posturas abogando a favor de otorgarle mayor independencia del poder ejecutivo mediante una reforma en su Carta Orgánica, mientras que otros defienden directamente su total eliminación. Tales extremismos no deberían de sorprender al lector, y es que, en tiempos recientes, los indicadores de inflación han sido desastrosos. Pero estos resultados tienen como contrapartida el trasfondo político que corrompe las bases sobre las cuales se asienta el ya mencionado artículo 3°; pedirle al BCRA que haga vista gorda a las necesidades de financiamiento del Tesoro Nacional, mirando en retrospectiva, es exigirle demasiado. Lejos de la escena queda aquella famosa “Regla de Friedman” que exige un crecimiento sostenido y previsible de la oferta de dinero similar a la tasa de expansión del Producto Interno Bruto (PIB).
En ausencia de anclaje nominal, con una inflación interanual del 114,2% (NdeR: a junio dió 115,6%) y expectativas de que la tasa alcance alrededor de 150% para fin de año, se vuelve imperativo establecer un programa de estabilización económica con reglas claras que otorgue previsibilidad al sector privado.
Algunos temen que el levantamiento del cepo de forma precipitada, junto con unificación cambiaria sin antes corregir los desequilibrios fiscales llevaría a una explosión hiperinflacionaria con costos muy altos en términos sociales y políticos. No es para menos, naturalmente esos son los peligros de usar el tipo de cambio para anclar expectativas, los problemas que conlleva el atraso cambiario se encuentran a la vuelta de la esquina y corregir esos desequilibrios en las cuentas externas es doloroso. La historia económica argentina está plagada de ejemplos de este tipo.
La nueva administración que asuma a fin de año deberá tener especial cuidado en el proceso de salida del cepo. Las tarifas atrasadas, la falta de sinceramiento en precios claves de la economía y los desequilibrios fiscales configuran una amenaza latente para un equilibrio de second best, algo que no se puede tomar muy a la ligera mirando las experiencias pasadas de liberalización cambiaria, especialmente durante la gestión de Mauricio Macri.
Si el caballo de batalla de Juntos por el Cambio para darle pelea a la inflación pasa por otorgarle mayor independencia al Banco Central, será un buen punto de partida, pero desde ya que estarán luchando con armas desgastadas. Llevar a cabo un programa desinflacionario con política monetaria activa en un contexto de dominancia fiscal es como nadar a contracorriente. Más aún, los regímenes monetarios de este estilo (metas de inflación o metas de agregados monetarios) requieren confianza, credibilidad, transparencia y compromiso con el público, recursos institucionales que actualmente escasean.
De la otra cara de la moneda nos encontramos con la línea argumentativa de quienes pretenden patear el tablero. Hablamos de aquellos que promulgan la eliminación del Banco Central, lo que implica rescatar el pasivo monetario actualmente en circulación; es decir, borrar al peso argentino de la escena. Algo que parece complejo de llevar a cabo, aunque no imposible. Actualmente los pasivos monetarios de la entidad representan, al tipo de cambio libre de $490, un monto superior a los U$S 40.000 millones, aproximadamente el 10% del PIB, siendo un problema de magnitud considerable y un riesgo importante para la estabilidad financiera. Para dar una idea, el stock de pasivos remunerados del BCRA viene creciendo a un ritmo del 152% interanual en términos nominales y del 20% en términos reales.
Resulta difícil creer en la factibilidad de un programa económico que requiere 40 mil millones de dólares de financiamiento en un contexto como el actual. Aún si se consiguiese rescatar el 100% del pasivo del Banco Central, un programa de dolarización no garantiza tasas de inflación bajas, como así tampoco estabilidad financiera. El problema con estos regímenes radica en que funcionan medianamente bien en economías pequeñas y abiertas al comercio como lo pueden ser Ecuador, Panamá o El Salvador, pero países como Argentina pueden quedar expuestos a crisis exógenas y a cambios abruptos en las condiciones financieras internacionales. Debido a la imposibilidad de ejercer política monetaria independiente e incapacidad de actuar como prestamista de última instancia, la dolarización plantea severos inconvenientes para contar con capacidad de respuesta y aislar al sistema financiero local de shocks externos. Otra crítica que se le puede plantear a este esquema viene por el lado de la irreversibilidad y persistencia. Un sistema monetario de este estilo puede motivar a que el público sea reacio a abandonar el dólar y adoptar otra moneda de curso legal una vez conseguida la estabilidad macroeconómica. Como punto a favor, con un gobierno nacional dotado de baja credibilidad, la dolarización puede actuar como un mecanismo de enforcement para lograr disciplina fiscal. Siempre es importante destacar que los altos grados de dolarización del público son la consecuencia, y no la causa, de desequilibrios financieros y macroeconómicos más profundos.
En el horizonte político se vislumbran los próximos cuatro años y con ellos las perspectivas en materia de política monetaria. El mandato es claro y urgente: poner fin a la inflación. Sin embargo, es crucial reconocer que los programas propuestos hasta ahora, ya sea crawling peg, ancla cambiaria, metas de inflación o de agregados monetarios, e incluso la dolarización, carecen de consistencia si no se aborda de manera adecuada el persistente déficit fiscal.
El déficit fiscal se ha convertido en un denominador común de todos los fracasos que han obstaculizado nuestros intentos por dotar a la economía argentina de una moneda sana, previsibilidad y crecimiento sostenido. Es la raíz de nuestros problemas en la macro y, a menos que seamos capaces de enfrentarlo de frente, nuestras esperanzas de estabilidad económica estarán condenadas al fracaso una vez más.
Es posible sumergirse en debates apasionados acerca de las distintas formas de implementar política monetaria, discutir la independencia del Banco Central y la reforma de su Carta Orgánica; o incluso reflexionar sobre los destinos del peso argentino. Sin embargo, debemos tener en cuenta que todas estas discusiones son meros ejercicios teóricos si no abordamos la principal fuente de nuestras dificultades: el desbordante gasto público. Es momento de dejar de lado las soluciones superficiales y abordar de manera integral el déficit fiscal. Solo así podremos recuperar la confianza de los mercados internacionales y allanar el camino hacia una economía más saludable, donde la inflación sea solo un recuerdo del pasado y el crecimiento sostenido se convierta en nuestra realidad presente y futura.