Por el Dr. Juan José Almagro – Especialista Internacional en Responsabilidad Social Empresaria y Sustentabilidad, ex Vicepresidente de Unicef (España), Doctor Honoris Causa de la Universidad Católica de Córdoba.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa escribió ´El Gatopardo´, una novela que se publicó en 1958, tras morir su autor y que Visconti llevó al cine en 1963 con gran éxito. “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie” le dice en la obra Tancredi a su tío Fabrizio. En la ciencia política se llama “gatopardismo” o “lampedusiano” a la posibilidad de cambiar todo para que nada cambie, una tremenda paradoja que se ha practicado y se practica regularmente porque a los políticos y gobernantes de toda condición proponer/aparentar cambios para que todo siga igual es, seguramente, una de las razones de su existencia y de su singular oficio. El “gatopardismo”, que debería ser una anécdota, ha penetrado como doctrina en la clase dirigente (no solo la política) y ha permeado tanto que ha mutado en categoría: cambiar para que nada cambie. Ahí es nada…
No cabe el gatopardismo en momentos de pandemia y postpandemia. Las situaciones excepcionales (y ahí estamos) requieren trabajar hombro con hombro, con soluciones extraordinarias y si fuere preciso, heterodoxas en lo económico; soluciones sin improvisaciones que deben comunicarse sin complejos, involucrando responsablemente a las personas en el proyecto común y con medidas concretas de aplicación inmediata, no con retórica; inyectando, además de vacunas, esperanza en la ciudadanía y aportando también sosiego en los tiempos de incertidumbre y tribulación que ahora padecemos.
Necesitamos reconstruir la gobernanza global y el caduco modelo de desarrollo económico, y encontrar la forma de organizar los bienes comunes, además de un Pacto Global por la Educación. Hay que dar importancia a la sociedad civil organizada frente a los organismos transnacionales y ayudar a las empresas que ejemplifiquen con su función social y tiren del carro de la recuperación con su enorme poder transformador. Precisamos poner en valor a los políticos de dialogo y encuentro, que se premien los proyectos de consenso, que se ensalce el ceder para poder avanzar. Nos hemos acostumbrado a vivir en una sociedad distópica, indeseable y deshumanizada, incluso en tiempos de una pandemia que ha producido un brutal aumento de la pobreza y la desigualdad, además de demasiadas muertes y un sufrimiento sin límites que parece no tener fin. No es tolerable que las vacunas (el único remedio, por ahora, frente a la COVID) no lleguen a todos los rincones del mundo y tal circunstancia ha puesto sobre la mesa el debate de si -como parece lógico- deben suspenderse las patentes, al menos temporalmente, para garantizar a todos el disfrutar de un bien común como son las vacunas y la salud.
Hemos repetido muchas veces, en diferentes ámbitos, que necesitamos un nuevo contrato social que nos transforme y no deberíamos resignarnos. Tan importante es la tarea que no podemos dejarla solo en manos de políticos que han demostrado su manifiesta incompetencia para luchar, por ejemplo, contra la desigualdad, una lacra que puede destruir no solo la democracia sino también la sociedad toda. Antes de morir, en agosto de 2010, Tony Judt dejó escrito que “ya no importa tanto lo rico que sea un país, sino lo desigual que sea”. Y es así, porque cuanto mayor es la distancia entre la minoría acomodada y la masa empobrecida tras la pandemia, más se agravarán los problemas sociales y económicos. Adela Cortina nos ha dicho que el cambio ético es una necesidad vital y no solo por la pandemia, sino porque día a día hay gente que sufre y padece. Por eso es necesario escuchar las legítimas aspiraciones de los ciudadanos, las voces de los que luchan contra la injusticia social y trabajar sin desmayo para vivir la libertad de ser libres y como nos dijo Hanna Arendt, por tanto, iguales.